viernes, 9 de mayo de 2014

A mi negrita en el Día de las Madres






De mi negrita no tengo fotos, de ella heredé la fobia a terminar inmortalizada para la eternidad.  Mi Nieves, negra como una noche estrellada, es mi oxímoron favorito. 

De mi mamá no logro, ni lograré, ubicar el primer recuerdo, pero me vienen a la mente las mañanas en la cocina, yo semidormida y ella peinándome pacientemente. O la única foto juntos ella, mi papá y yo en aquel cumpleaños que me inventé a última hora hace ya la friolera de 23 agostos.....¿Dónde estaría Tamara, que en aquella época aún no era Naomi, que no salió en la foto de familia?  

De los primeros días de las madres aún conservo una postal infame con aquel poema cursi hasta la vergüenza: "La madre es toda bondad, la madre es toda ternura, la madre siempre procura para el hijo lo mejor, y llora con su dolor y rie cuando es feliz porque la madre es raíz en el árbol del amor." Remataba aquel "homenaje" una imágen mía en mis mejores momentos de ojos extraviados y melena rebelde. Para mi desgracia parece ser uno de sus recuerdos más preciados y no he logrado que se pierda para siempre......accidentalmente. 

Admiradora incondicional de mi papá, mi cómplice y confidente de travesuras, siempre pensé que no le he demostrado lo suficiente mi amor a la Nieves. Me espantaba que me pusiera la boca. Aquellos "llévate una sombrilla que anunciaron agua" siempre iban acompañados de la obstinada réplica: "¡ay mami, no va a llover nada mira el sol que hace!" y por supuesto horas después llegaba a la casa hecha una sopa, bajo el chaparrón. Y para ella la desazón y el correr a calentarme agua y hacerme el té y a secarme el pelo.

De carácter dominante, nadie quiere creerme cuando hablo de su dulzura y su alma dócil, poco amiga de las confrontaciones, cuando me quejo de su sobreprotección. Siempre pensé que con el primer nieto los placeres de la abuelitud me librarían de los excesos de su maternitud. Pero fue una esperanza vana, después de horas de atención al Lester, de mimarlo, consentirlo, regañarlo e idolatrarlo, mi mamá aún tiene tiempo para mi. 

Según mis amigos debo liberarme de su tiranía, de sus controles sobre la hora de llegada, de los lugares donde estoy, de las personas que me acompañan, de lo que comí o lo que no. Pero no me atrevo a enfrentarla cuando le veo el temor dibujado en la cara. 

Sé que espera que en cualquier momento le diga que me voy, que quiero ser independiente y vivir sola, y mudarme a otra ciudad, otro país.  Pero me lo estoy pensando, le debo el cobijarme cuando tenía pesadillas, dormir a su lado me daba una seguridad tremenda. 

Aún recuerdo aquella noche en que por primera vez me di cuenta que no siempre estaría ahí, y del pánico que me invadió, pasé toda la noche en vela con una sensación irracional en el pecho y ella a mi lado calmando mi histeria.

Mi mamá, tal vez como todas, está hecha de pequeños detalles, del quimbombó cada día del cumpleaños, anunciado como un regalo, exquisito siempre aunque sé que a ella nunca le ha gustado. Del despedirme cada mañana al marcharme a la Universidad, de los dulces caseros, o de pedirme que veamos juntas la novela. O de aquella noche en que renunció a sus programas favoritos en la televisión porque le había gustado un pograma de música hindú que me empeñé en ver. 

Nunca entendí por qué se empeña en llamarme Patricia, pero me gusta cuando se empeña en darme consejos porque la calle está mala o en prevenirme porque se ven las caras pero no se ven los corazones. 



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